VIAJE EN EL BARCO “MONTE ULIA” 18 – 2 - 2017
Cuando nos fuimos a vivir a Venezuela, en mayo de 1955, íbamos los ocho hermanos con mamá y “Punchi”, nuestro perrito pequinés, lo hicimos en barco. Fue una travesía de 14 días en un mediano transatlántico, que se llamaba “Monte Ulía”.
Aunque no era muy grande, a mi hermano Luís le pareció el barco más grande del mundo, ya que hasta entonces los barquitos que había visto flotando en el mar, en Larache, eran barquitas y barcos de pesca.
Ya en alta mar, estábamos contentísimos recorriendo todo el barco… Ir en barco, nos pareció muy divertido, además era la primera vez que hacíamos un viaje por el mar para ir tan lejos…
Esa fue nuestra primera aventura marina. Había una piscina más bien pequeña y sala de juegos, para las personas mayores…
Instalados en varios camarotes que parecían ‘casitas de juguetes’ con literas y después de ordenar el equipaje, nos llego la hora de subir al inmenso comedor, para cenar. Mamá había pedido una mesa grande para nueve personas. Ella se sentó a la cabecera, y nos distribuyó de forma que los mayores tuviéramos a los pequeños al lado, para ayudarles a portarse bien, y a comérselo todo. Como siempre hacía nos mandó que guardáramos silencio con un gesto de las manos y bendijo la mesa. Todos rezamos el padre nuestro con respeto absoluto, ante el asombro del resto de los pasajeros, que ya habían empezado a cenar. Al terminar, nos levantamos de la mesa, dimos las buenas noches en general, y nos fuimos a dormir.
Al día siguiente, durante la mañana, todo el mundo felicitó a mamá, por los hijos tan bien educados que tenía, cosa que a mi madre le lleno de satisfacción.
Cuando llegó la hora de la comida, ocurrió algo muy bonito… Casi todo el comedor espero a que mamá bendijera la mesa, para unirse al rezo y no empezar a comer hasta que no lo hiciéramos nosotros. ¿No resulta de lo más tierno? La verdad es que fue un buen ejemplo.
Recuerdo que había una señora con dos hijas de nuestra edad que se pasaban todo el día en las hamacas con las caras blancas y mirándonos con odio… nosotros estábamos morenitos porque habíamos estado en Cádiz antes de embarcarnos. Mamá decía que les daba rabia vernos tan campantes recorriendo el barco, porque ellas estaban mareadas.
Otro día mamá le dijo al camarero que el pescado estaba malo y que nos hicieran unas tortillas y todo el mundo se nos quedó mirando. En esos momentos te dan ganas de que te trague la tierra, pero nunca pasa. A mamá no le daba vergüenza nada porque según ella ya se le pasó la edad del pato. Pilar había cumplido 15 años, y yo los 14. Decía mi hermana que eso de las edades no lo entendía, porque al cumplir los 15 todo el mundo comentaba ¡Hombre los 15 años es la edad de la niña bonita!, y ahora resultaba que era la edad del pato. Sea la edad que sea a ella no le gustaba que la gente le mirase, porque le daba vergüenza, y a mi también.
Nos hicimos amigas de Herman Ditter, un alemán nacido en Venezuela que hablaba un español que era la monda. Según mamá es el español que vamos a oír de ahora en adelante. Por ejemplo en vez de vergüenza, de dice pena, ¡Qué lío!... A Herman le gustaba mucho Pilar y un día que estaban viendo en proa la puesta de sol, le quiso coger la mano y mi hermana pegó un respingo y de un tirón quitó su mano. El chico le dijo, muerto de risa, ¡Ay chica, que hubo! ¿Es que te da pena?... así no habrá quien se entienda con ese habla tan rara de los venezolanos.
A Bernardo un chico catalán que vivía en Caracas, resulta que le gusté mucho, me dio su número de teléfono y me pidió que cuando llegáramos lo llamase para ir a verme… A mí no me gustaba ni mijita y no lo pensaba llamar…
Durante los 14 días de la travesía, fueron ocurriendo cosas, claro. Un día, mamá, haciendo recuento de hijos, cosa que hacía varias veces al día a pesar de que no nos separábamos de ella, se da cuenta con horror de que le falta uno. Faltaba Trini que era muy pequeña, entonces tendría 4 años. Se volvió loca buscando a la niña por todos sitios, alarmando a marineros, camareros, inclusive a algunos pasajeros. Mamá lloraba, y todos nosotros también, solo de pensar que se hubiera caído por la borda nos aterrorizaba. Estábamos rezando sin parar para que no pasara eso.
Cuando más desesperados estábamos, apareció un señor mayor que venía con la niña de la mano, preguntando ¿de quién es esta pequeña? Mamá cuando la vio la cogió en brazos y dijo ¡Hija mía, por Dios, que susto me has dado! ¿Dónde estabas? Y le dice el señor, no se preocupe señora, estábamos jugando a las cartas en la sala de juegos y llegó, arrimó una silla a la mesa, estuvo mirándonos sin molestarnos y se ha portado muy bien… pero un camarero entró buscándola y la he querido traer personalmente para que usted se tranquilice y no le regañe…Pero mamá que estaba al borde de un ataque de furia, le dio un azote en el culo y le hizo prometer a ella y a todos nosotros no separarnos ni un instante de su lado, por nada del mundo mientras durase el viaje, ¡y así fue! El resto de la travesía fuimos pegados a mamá.
Era rarísimo levantarse y acostarse viendo solo el mar y el cielo. Ni siquiera hubo nubes, porque tuvimos un tiempo estupendo.
Nuestra hermana Nata, tenía asma desde pequeñita y en el barco le dio un ataque bastante fuerte, debió ser por la humedad. Mamá se bajó cuando hicimos escala en Gran Canaria para buscar una farmacia y comprar la medicina que necesitaba Nata, Dys-neynal, eso siempre le calmaba. Fue angustioso porque el barco iba a salir, lo estaban avisando y mamá no había llegado… Todos estábamos agobiados en la borda mirando al muelle y pensando en lo que iba a decir papá si llegábamos sin madre… Al final apareció un taxi con mamá dentro y nos tranquilizamos. Le dio la medicina a Nata y se mejoró enseguida, pobrecita.
Recuerdo que al final pasamos nuestro perrito ‘Punchi’ de contrabando. A mamá no le importaba pagar el billete, pero ninguno quisimos que a nuestro perrito lo metieran en una perrera durante los 14 días del viaje. Lo íbamos escondiendo cuando salíamos de los camarotes y entraban a limpiarlo las camareras y metiéndolo en otro que ya habían limpiado. Punchi, como era tan bueno, no ladraba…Luego en el comedor guardábamos los huesos y restos de comida. Había un camarero que sospechaba algo y no nos perdía de vista, pero a nosotros nos daba igual que sospechase…
Oímos una misa preciosa en cubierta, lo malo es que te distraías mucho y no la oías bien. Mi hermana Pilar que era muy religiosa, se pasó todo el rato rezando por lo bajo el ‘Yo pecador’ por distraerse… Pero yo estaba muy entretenida mirando a todos los ‘píos’ que oían misa con tanto fervor y mirando al mar que me gustaba muchísimo.
Mamá terminó peleándose con la señora enfurruñada. Por lo visto comentó en voz alta lo indecente que era la moda de los pantalones, y teniendo en cuenta que todas nosotras, incluida mamá los llevábamos, la cosa no podía ser más ‘directa’. Entonces mamá muy sonriente le dijo, que lo verdaderamente indecente era subir y bajar las escalerillas del barco con falda y con viento. Como ellas llevaban faldas, y en el barco siempre hace viento, resultó una respuesta ‘directa’ también… Después ni nos saludaban. Además seguían mareadas y con caras verdosas… Jejejeje. Ninguno de nosotros nos mareamos y estábamos la mar de bien.
El último día de nuestro viaje, estuvimos todos un buen rato en proa con mamá y Herman que se ha hecho amiguísimo nuestro. En la quilla del barco vimos unas sombras que pasaban una y otra vez alrededor del barco y Herman nos dijo que eran tiburones. Se nos pusieron los pelos de punta, ¡qué miedo! Eran nuestros primeros tiburones y aunque no se veían muy bien estaban allí, seguramente esperando que alguno nos cayésemos por la borda y nos comieran… Al final nos pusimos nerviosísimas de pensarlo que mamá nos mandó a la cama.
Llegamos al puerto de la Guaira un domingo y no dejaban entrar el barco, tuvimos que esperar al lunes… Vimos a nuestro padre que venía a vernos, con el barco del Tráfico del puerto, y él nos saludaba, ¡Qué contentos nos pusimos al verle! El lunes pudimos desembarcar, y nos hizo mucha gracia porque cuando desembarcamos, el Capitán del barco se acercó y le dijo a mamá, que era la primera vez que viajaba con una madre tan joven con tantos hijos y con un perrito tan educado. Espero que el perrito no se haya mareado… ¡Sabía que llevábamos a nuestro perrito!
En el puerto, estaba nuestro querido padre. No nos veíamos desde hacía dos años y todos nos llevamos una inmensa alegría abrazándonos y besándonos. Nos montó en un Land Rover grandísimo donde cabíamos todos y nos llevó a nuestra nueva casa. Era un chalet en La Palmita, dentro de una urbanización que se llamaba San Bernardino, en la ‘cota mil’, porque estaba a mil metros del nivel del mar. Teníamos unas vistas preciosas, se veía el mar a lo lejos y selva por todos lados… ¡Qué bonita era Venezuela!
La llegada al chalet fue apoteósica, Papá nos enseñó las maravillas que tenía: un refrigerador inmenso, lleno de cosas riquísimas, una cocina que en vez de carbón era de gas, y por último las maravillas de las maravillas, una televisión en color enorme, de 28 pulgadas. Era igual que tener un cine en casa, pero mejor, porque duraba todo el día, desde las 7 de la mañana.
La casa era preciosa, y nos encantó.
Para que no nos peleáramos por los sitios, papá había mandado hacer un banco de madera muy largo para que nos sentáramos y viéramos la televisión. Era la primera vez que veíamos una tele, en España no había llegado ese prodigio todavía y nos quedábamos fascinados viéndola. Nos parecía una ‘Caja mágica’ Fue otro descubrimiento que hicimos al llegar a “Las Américas”.
Herman nos presentó a sus padres. También son 8 hermanos y muy simpáticos. Papá nos presentó a más gente y así fuimos teniendo amigos.
Un día apareció en casa un chico vasco a vendernos una batería de cocina que según él, era increíble. Como era español – aunque mamá no pensaba comprar ninguna batería – lo invitamos a tomar café. Tanto dijo sobre la batería, que si cocinaba sola, que si no necesitaba apenas agua, y nada de aceite, y casi nada de fuego… y nada de nada, que al final intrigadísimas le dejamos hacer la prueba. Fue muy divertido. Como la prueba era a costa de la casa Wherewer. Mamá pidió que le guisase una pierna de cerdo entera. Y quedaron para el día siguiente.
Al día siguiente apareció John, con la pierna que era enorme, con todos los ingredientes y la olla ‘especial’ que también era enorme. Nos daba risa ver a un chico tan grande y alto, cocinando tan serio, pero el caso es que cuando llegó la hora de sentarnos a la mesa la pierna estaba tan exquisita que mamá compró la batería. Nos comimos todo en amor y compaña y terminamos siendo íntimos amigos. Una batería nueva – que ocupaba muchísimo sitio - y dos nuevos amigos, John y su hermano Josechu, que era igual de grandote.
Por cierto, unos meses después me pretendió John. Me gustaba mucho y era muy simpático. Estaba estudiando Arquitectura y pagándose sus gastos vendiendo baterías de cocina. Iba mucho a casa para salir conmigo, quería casarse pero yo era una niña y no quise. Me dijo que en Venezuela las chicas se casaban muy jóvenes y me preguntó que por qué no me quería casar con él. Le dije que en mucho tiempo no me casaría porque me encantaba ser niña y convertirme en una mujer casada, con 14 años, me horrorizaba.
Conocimos a mucha gente e hicimos nuevos amigos y vivimos experiencias inolvidables… Hacíamos muchas excursiones asombrosas y variadas ¡Qué bien lo pasábamos!
En fin, durante los años que vivimos en Venezuela ocurrieron muchísimas cosas y fuimos muy felices los ocho hermanos, viviendo junto a nuestros queridos padres.
Adela
1 comment
Adela, la sevillana said:
Eres muy 'Chévere!... Un abrazo