Hace unos años, viviendo en Madrid, fuimos a la boda de mi sobrina Ana Vergara, en Jerez. Mi hija Adela vino con nosotros, hacía años que no iba a la tierra de su padre, y le hacía mucha ilusión reencontrarse con sus primos.
La mar de guapos y compuestos íbamos todos, las jóvenes preciosas, de largo. Yo iba muy a gusto con mi atuendo, llevaba un vestido muy bonito pero… hice la tontería de comprarme unos zapatos ideales y de tacón alto, que eran de una talla menos, porque no había mi talla, pero como eran tan preciosos y me hacían las piernas estupendas con andares femeninos y con garbo, me empeñé y me los compré…
La boda se celebró en verano, hacía un calor de muerte, la Iglesia estaba muy cerca de la casa de mi cuñada Carmen, que era donde estábamos instalados y desde que salí del portal y empecé a andar por esas terribles calles adoquinadas con mis zapatos nuevos, me di cuenta de mi gran equivocación, ya que a los diez pasos me empezaron a doler los pies…
Terminada la ceremonia que como en todas las bodas se me hizo interminable, nos fuimos a una bodega, no recuerdo cual era, que era donde se celebraba la cena. Al llegar allí, no veía el momento de poder sentarme… me hubiera quitado los zapatos con gusto, pero naturalmente no lo hice, porque eso está muy feo, así que me tuve que aguantar con mis doloridos pinrreles.
La boda estuvo magnífica, el aperitivo abundantísimo y la cena más que exquisita, pero yo estaba deseando de que todo terminarse, volver a la casa, quitarme los dichosos zapatos y meter los pies en agua fresquita con sal, lo demás me importaba un auténtico pito, la verdad.
Vi el cielo abierto cuando empezaron a despedirse unos y otros, pero algún “grasioso” o “grasiosa” dijo que nos íbamos a no sé qué sitio a tomar unas copas… yo solo pude decir, ¿¿Maaaaás copaaaaas??... y además, ¿Por qué no me lleváis a casa? Y alguno de esos “grasiosos” me dijo, ¿A casaaaaa? ¡Ni hablar de la peluca! ¡Tú serás la primera que vas a ir, que eres muy animada! Y sin apenas darme cuenta me vi arrastrada hasta el coche, sentada, y muy dolorida…
Bueno, pensé, tendré que ir a la fuerza ¡Qué remedio!, buscaré un asiento cómodo y me sentaré tan a gusto, y ellos que se harten de copas si quieren, pero a mí de mi asiento no me mueven aunque me maten. Pero… ¡Jesús!, de sillones confortables no había ni medio, aquello era una terraza al aire libre llena de barras para bebedores, y lo único que encontré para sentarme eran unos altísimos taburetes de madera incomodísimos, y además con el asiento pulido, de los que aparte de costarte un verdadero trabajo sentarte encima, porque casi tenías que hacer una escalada, debías guardar un perfecto equilibrio para no resbalarte y caerte… Yo me quejé todo lo que pude, pero lo único que conseguí fue que Ricardo, mi marido, se pusiera a mi lado para poder sujetarme a tiempo por si me caía... Confieso que al pobre de Ricardo lo tenía en vilo y decidió, por seguridad de los dos, sujetarme amorosamente los hombros, y fue por lo único que me sentí segura, encaramada en esa atalaya del demonio…
Yo tomé una coca cola, ya habíamos bebido más de la cuenta durante el aperitivo y la cena, y quise ser prudente como las serpientes… por si acaso, además quería mantenerme bien despierta por el equilibrio que tenía que tener y no precipitarme al suelo, de espaldas, de lado o de cabeza.
Lo bueno, o lo malo, (según se mire), fue lo que le pasó a mi hija Adela. Ella no estaba acostumbrada a beber como hacen en Jerez, y con la alegría del encuentro con sus primos, bebió dos o tres cubatas, ¡con lo que pegan los dichosos cubatas!... estaba graciosa, parlanchina y muy divertida. Yo la veía por el rabillo del ojo, y por lo bajini le decía, Adelita, ten cuidado hija mía, que te vas a coger una moña de mucho cuidado, a lo que ella me contestaba muy segura de sí misma, ¡No te prrrrreocupesss Mamáaaa, que yo contrrrrrolllllo perrrrrfecctamenteeee! Y yo notaba perfectamente como se le trababa la lengua… pero de nada sirvieron mis consejos de madre amantísima, y la niña siguió con sus peligrosos cubatas.
Llegó la hora de irse cada cual a su camita a dormir, recuerdo que aplaudí la esperada noticia de levantar el campo, y cuando el camarero llego con la factura, (que era una pasta gansa), los señores se miraron unos a otros preguntándose ¿Quién va a pagar esto? ¿Alguno ha traído dinero? Y el camarero que los conocía y sabía que eran unos caballeros de Jerez, los miraba con paciencia, esperando que alguno de ellos sacara su cartera y pagara la dichosa factura.
Pero lo que hicieron todos fue vaciarse los bolsillos y enseñar los contenidos… Nadie llevaba un duro. Decían que a una boda nadie llevaba dinero, porque era una ordinariéz, y yo con mi sarcasmo habitual les dije que más ordinariéz era no pagar la factura y pasar el bochorno que estábamos pasando… Gracias a que mi yerno David, llevaba perras suficientes y pagó la dichosa factura.
Lo peor de toda esta historia, fue la salida de mi hija Adela y la mía, de este ‘antro de perdición’… Había que vernos a las dos, sujetándonos la una a la otra sin poder andar apenas, yo con los pies como botas y doliéndome a muerte y ella que además de trompa perdida, no se había terminado su último cubata, lo llevaba en la mano y le daba sorbitos de vez en cuando… ¡Ay Dios mío!
Ricardo fue al aparcamiento que había allí al aire libre y el chico aparca coches le entregó las llaves, pero cuando nos vio a las dos aparecer en ese estado tan lamentable, se acercó a nosotras con una cara de guasa que no se podía aguantar, y en vez de acercarse a Adela que estaba preciosa, aunque iba dando trompicones, se vino derechito a mí diciéndome, ¡Jozú, zeñoraaaa, la que trae uzte enzima! Yo lo atravesé con mirada de odio y le dije ¡Niño, no estoy borracha ni nada de eso! Lo que tengo son los pies hinchados como botijos… ¿Es que no lo estás viendo? Y el pobre chico, muy amablemente me sujetó de un brazo diciéndome, ¡Ay señora, ze va a caé uzté! ¿Por qué no ze quita loz zapatos señora?, será lo mejón… ¡No niño, si me los quito será cuando me caiga sin remedio, no tengo ni plantas en los pies, se me han puesto redondas, y lo que me va a pasar en que voy a salir botando…
Apareció mi marido con el bendito coche, y con la ayuda de los dos me pude sentar y acomodar, Ricardo me aconsejó que me los quitara en el coche, y cuando me los quité aquello no eran mis pies, eran dos globos hinchados y colorados que me empezaron a latir, y cada latido era como si me clavasen puñales.
Ya en la casa metí los desgraciadísimos pies en agua fresquita con sal lo que hizo que se me calmaran un poco.
Soñé esa noche con mis pies y al día siguiente les hice una promesa en firme, les prometí que nunca más los sometería a ese espantoso martirio, y desde luego lo he cumplido a raja tabla.
No me quiero ni acordar… Uf!
No es masoquismo, pero los zapatos los conservo porque son preciosos…
Adela
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Adela, la sevillana said: