De la Carta de Amor al Rey Tut-Ank-Amen, se ha dicho que es la más desolada carta de amor que mujer alguna haya escrito porque, desde el momento de escribirla, estaba condenada a no ser respondida. Pero, ¿es que acaso mujer alguna ha escrito una carta de amor para ser correspondida? No hay destinatario de amor que no sea el de sí misma desgarrada, o no sea la página íntima que se vuelve un único consejo.
Ha dicho Octavio Paz sobre el entramado erótico, que al igual que al soñar, al amar abrazamos fantasmas y que no hay otra alternativa para el definitivo instante de la entrega —sea sexual o sencillamente amoroso— que abrazar a ese fantasma, inventado por el amor, que a toda costa se persigue como real en un instante de dicha casi sobrehumano porque es una victoria contra el tiempo.
Así que cuando una mujer, poetisa por más señas, desteje, en su amor, el tiempo dorado por el Nilo, es que ha alcanzado con su nostalgia, el instante de dicha más allá de lo humano.
Esta carta —poema, como toda entrega de amor, se alimenta de promesas: por los años detenidos en la inmutabilidad cambia la enamorada sus años de “amor y de fe”; por el corazón de reliquia, detenido en su “caja de oro y esmalte”, ofrenda su corazón vivo. Gran amor ese que ofrece más que espera, que es verdadero “dador” por no aguardar recompensa ni en una sola voz.
Y aún así, tiene Dulce María Loynaz esa voluntad de “romper con este mundo y subir al otro”, mundo terrenal que se muestra inconsolable por sostener, en su luz, un amor absurdo, pero que se enriquece y cobra bríos por saber que puede ese impulso llevarla más allá del cuerpo estático hasta el plano del éxtasis por la contemplación.
Pero este amor de renuncia y entrega, de total entrega al abismo de no saberse el tiempo, al oscuro vacío de su contemplación, es más que amor de mujer. Porque si en Canto a la mujer estéril, Dulce María es la “madre imposible”, la que va “Contra toda la Vida, sola”, aquí, será la mujer que se encuentra madre y que así defiende doblemente su amor, aún más, porque es ahora “Contra toda la muerte”, también sola. Como ella misma dice, ante la imagen triste del joven Rey muerto, arrastrada en esa batalla contra la Vida cercenada y contra la Muerte, sola, por devolver el lustre de sus diecinueve años, hubiera sido capaz de convertirse en lo que nunca fue: “un poco de amor”.
Para ese “¡Rey Dulcísimo!”, toda la ternura de la mujer —madre; amante; que acerca el niño yerto hasta su corazón para hacerse una en él con sus latidos. Y junto a la ternura, el desamparo y la desolación del rey adolescente han hecho crecer en la poetisa el alma— madre dormida; amor protector que acompaña a ese otro atrayente, sensual, prohibido, con el que logra robarlo a su sueño y colocarlo —vigilia y guarda tan eterna— en su seno.
Y así, como quería ella, recostado él, el joven rey Tut – Ank – Amen sobre su pecho, “como un niño enfermo”, regalándole “el más breve de sus poemas”, aún sin nombre, se teje el amor con los hilos desmañados del Tiempo.
Su carta nunca tuvo reclamo de respuesta. Tan sólo fue una carta de amor, que es hablarle al silencio.
CARTA DE AMOR AL REY Tut-Ank-Amen.
“”Joven Rey Tut-Ank-Amen:
En la tarde de ayer he visto en el museo la columnita de marfil que tú pintaste de azul, de rosa y de amarillo.
Por esa frágil pieza sin animación y sin sentido en nuestras bastas existencias, por esa simple columnita pintada por tus manos finas – hojas de otoño—hubiera dado yo los diez años más bellos de mi vida, también sin aplicación y sin sentido… los diez años del amor y de la fe.
Junto a esa columnita, vi también joven Rey, vi también ayer tarde – una de esas claras tardes del Egipto tuyo – vi también tu corazón guardado en una caja de oro.
Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio; puro todavía.
Porque ayer tarde, Rey lleno de muerte, mi corazón latió por ti lleno de vida, mi vida se abrazaba a tu muerte y me parecía a mí, que la fundía…
Te fundía la muerte dura que tienes pegada a los huesos, con el calor de mi aliento, con la sangre de mi sueño, y de aquél trasiego de amor y muerte estoy yo embriagada de muerte y de amor…
Ayer tarde – tarde de Egipto salpicada de iris blancos – te amé los ojos imposibles a través de un cristal…
Y en otra lejana tarde de Egipto como esta tarde – luz quebrada de pájaros – tus ojos eran inmensos, rajados a lo largo de las sienes temblorosas…
Hace mucho tiempo, en otra tarde igual que esta mía, tus ojos se tendían sobre la tierra, se abrían sobre la tierra como dos lotos misteriosos de tu país.
Ojos rojillos eran; oreados de crepúsculos y del color del río crecido por el mes de septiembre.
Ojos dueños de un reino eran tus ojos. Dueños de las ciudades florecientes, de las gigantescas piedras ya entonces milenarias, de los campos sembrados hasta el horizonte, de los ejércitos victoriosos más allá de la Nubia, de aquellos ágiles arqueros, aquellos intrépidos aurigas que se han quedado para siempre de perfil, inmóviles en jeroglíficos y monolitos.
Todo cambia en tus ojos, Rey tierno y poderoso, todo estaba destinado antes de que tuvieras tiempo de mirarlo… Y ciertamente no tuviste tiempo.
Ahora que tus ojos están cerrados y tienen polvo gris sobre los párpados; más nada tienen que ese polvo gris, ceniza de los sueños consumidos. Ahora entre tus ojos y mis ojos, hay siempre un cristal inquebrantable…
Por esos ojos tuyos que yo podría entreabrir con mis besos, daría a quién los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.
Daría mis ojos vivos por sentir un minuto, la mirada a través de tres mil novecientos años… Por sentirla ahora sobre mí – como vendría – vagamente aterrada, cuajada del halo pálido de Isis.
Joven Rey Tut-Ank-Kamen, muerto a los diecinueve años; déjame decirte unas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.
A ti las digo, Rey adolescente, también quedado para siempre de perfil en su juventud inmóvil, en su gracia cristalizada… Quedado en aquél gesto que prohibía matar a las palomas inocentes, en el templo del terrible Ammón-Ra.
Así te seguiré viendo cuando me vaya lejos, erguido frente a los sacerdotes recelosos, entre una fuga de alas blancas…
Nunca tendré de ti más que este sueño, porque todo lo eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para los siglos de los siglos tus dioses te guardarán en vigilia, pendientes de la última hebra de tus cabellos.
Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche… Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus diecinueve años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya nunca seré: un poco de amor.
Pero no me esperaste y te fuiste caminando por el filo de la luna en creciente; no me esperaste y te fuiste hacia la muerte como un niño va al parque, cargado con los juguetes que aún no te habías cansado de jugar… Seguido de tu carro de marfil, de tus gacelas temblorosas…
Si las gentes sensatas no te hubiesen indignado, yo te habría besado uno a uno estos juguetes tuyos, pesados juguetes de oro y plata, extraños juguetes con los ningún niño de ahora – balompedista, boxeador – sabría ya jugar.
Si las gentes sensatas no se hubieran escandalizado, yo te habría sacado de tu sarcófago de oro, dentro de tres sarcófagos de madera, dentro de un gran sarcófago de granito, te hubiera sacado de tanta siniestra hondura que te vuelve más muerto para mi osado corazón que haces latir, ¡Oh Rey dulcísimo! En esta clara tarde del Egipto – brazo de luz del Nilo.
Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto en mi chal de seda…
Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo habría empezado a cantarle la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas.
SONETO
Quiere el amor feliz – el que se posa poco…
Arrancar un verso al alma oscura:
¿Cuándo la miel necesitó dulzura?
¿Quién esencia de pomo echa a las rosas?
Quédese en hojarasca temblorosa
Lo que no pudo ser fruta madura:
No se rima la dicha, se asegura
Desnuda en palabras, se reposa…
Si el verso es sombra, ¿qué hace con el mío
La luz?... Si es luz… ¿La luz por qué lo extraña?
¡Quién besar puede, bese y deje el frío símbolo, el beso escrito!...
¡En la maraña del mapa
No está el agua azul del río,
Ni se apoya en su nombre la montaña!
D.M. Loynaz.
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Esta carta escrita magistralmente por una poetisa cubana: Dulce María Loynaz, creo que es digna de leerse, por eso me atrevo a ponérosla. Pienso que os gustará tanto como a mí…
Es un poco largo, pero si os gusta la Poesía-prosa, o la prosa-hecha poesía, leerla entera, porque es una preciosidad…
Dulce María Loynaz, fue una poetisa nacida en La Habana, en 1.902 y fallecida en 1.997. (Mis abuelos Morón-Salas, la conocieron en cuba cuando vivieron allí, y la admiraban)
Después de doctorarse en Leyes, colaboró con las más prestigiosas publicaciones de su país y viajó muchas veces por Europa, Asia y América. Su poesía expresa la feminidad con ciertas pinceladas impresionistas y un toque íntimo como el de pocas poetisas caribeñas.
En 1986 recibió el Premio Nacional de Literatura de su país; en 1.991 el Premio de la Crítica, y en 1992, el Premio Cervantes, convirtiéndose desde entonces en Directora de la Academia Cubana de la lengua. Sus libros han tenido una gran repercusión no sólo en Cuba, sino en la Literatura hispanoamericana y mundial.
Abrazos para todos,
Adela.
1 comment
Adela, la sevillana said: