En Sevilla, cuando teníamos 13 y 14 años, mamá quiso que aprendiéramos a bailar flamenco y nos apuntó a unas clases en la Academia de “Enrique el cojo”.
La Academia de Enrique estaba en una placita de un ensanche de la calle Espíritu Santo, en el barrio de La Macarena. Era costumbre en Sevilla que las niñas aprendieran a bailar bien al menos las sevillanas. Mi hermana Pilar y yo, ya las sabíamos bailar pero corrientitas, como cualquier chiquilla de Sevilla y mamá quiso que las bailáramos con ese “duende” andaluz y ese sentimiento que hay que sacar de dentro, cuando se bailan.
El primer día que fuimos a la Academia, me quedé pasmada; aquello era una especie de cuchitril. Entrabas directamente de la calle a una habitación más o menos grandecita, en donde a todo alrededor había sillas y mucha gente sentadas en ellas; personas de todas las edades. En un rincón dos guitarristas, también dos muchachos que tocaban las palmas y “Enrique el cojo”.
Cuando vi a Enrique, aún me quedé aún más asombrada…
Yo esperaba encontrarme con un bailarín alto y espigado como muchos que ya había visto, pero Enrique era todo lo contrario; un hombre bajo, gordo y además el pobre, cojo de verdad de ahí su sobre nombre. Tenía una pierna 15 centímetros más corta que la otra y calzaba una bota con un alza para estar ‘nivelado’, pero cuando andaba su cojera se notaba claramente, además tenía una cadera más alta que la otra…
Pensé para mis adentros, ¿Cómo es posible que un hombre con ese gran problema físico pudiese bailar y dar clases?...
Entramos y nos presentamos y nos dijo ¡Ah! Sois las Montoyitas…, sí… a vuestra madre la conozco desde chica, porque es sobrina de Doña Enriqueta Morón, hermana de vuestro abuelo, vecina mía, que como sabréis, vive aquí en la calle espíritu Santo. Por cierto es una señora graciosísima, siempre que la veo charlamos un rato y me rio muchísimo con ella… bueno, pues Enriquetita, vuestra madre, os apuntó a mis clases. Sentaros un ratito y así veis como bailan los demás; ir tomando nota que luego empezaré con vosotras…. Y nos sentamos.
De verdad que nunca hubiese imaginado, que una persona tan contrahecha, pudiese bailar como ese hombre… Bailando, ¡No se le notaba que fuera cojo!... y cómo lo hacía! era asombroso… movía los brazo las manos y los dedos con un encanto muy especial. Nunca había visto mover las manos como él lo hacía; con una elegancia y una gracia increíbles.
Así empezaron nuestras clases. Nos ponía de pié y con él delante; primero nos enseñó a mover los brazos y las manos. Al fondo el guitarrista tocaba la guitarra, para que aprendiéramos a moverlos al compás de la música. Luego nos fue enseñando los pasos y al final aprendimos con mucho mejor estilo a bailar las cuatro sevillanas.
Recuerdo que luego en casa ensayaba aunque fuese sola. Me gustaba tanto, que Enrique me dijo que me comprara unas castañuelas, y me enseñó a bailarlas tocando los “palillos”, como él las llamaba. Mamá me compró unas castañuelas de madera de Granadillo, que eran las mejores, y Enrique me enseñó a tocarlas y a bailar tocándolas. Aún las conservo, y siempre que las veo me acuerdo de toda aquella época…
Cuando aprendimos a bailar bien las sevillanas, nos enseñó a bailar fandanguillos de Huelva, Soleares, Farrucas, Bulerías, Tanguillos, Rumbas y Alegrías de Cádiz.
Me gustaba bailar Soleares, porque aunque era un baile serio, al final te arrancabas por Bulerías y terminaban con un zapateado estupendo, y las Rumbas o Rumbillas de Cádiz, tan graciosas y movidas, donde entraba todo el juego de brazos, hombros, caderas y piernas y donde tenías que sacar tu sangre andaluza, con gracia… y las Alegrías de Cádiz tan movidas y variadas como su nombre indica, salero y alegría, como el que tienen su gente…
En fin, descubrí mi propio “duende” al poner todo mi interés en aprender. Me entusiasmó desde el primer momento y se me daba bien. Me encantaba bailar!...
Tenía gracia, porque Enrique hacía sus diferenciaciones. A las que aprendían para ser luego profesionales, les dejaba que sacaran su propio estilo, pero a las señoritas, como él nos llamaba, nos enseñaba de otra forma; no nos permitía gestos con la cara, ni brusquedades ni la más mínima ordinariez en los movimientos, teníamos que movernos con suavidad, pero flamencamente y con elegancia; la espalda recta, la cabeza alta, los brazos y las manos, como él decía “como si estuvieseis cogiendo mariposas volando, pero sin romperlas” “Y con la sonrisa en la cara; “tener en cuenta que al bailar hay que hacerlo queriendo a nuestra tierra, hay que sacar del alma nuestros sentimientos que son la alegría y la gracia”. Llegué a tenerle un gran cariño a Enrique.
Muchos años después volví a verlo. Recuerdo que era una Semana Santa y estábamos en la Iglesia de San Bernardo. Ricardo, mi marido, era Hermano de esa Hermandad y allí me encontré a Enrique sentado en un banco. Lo reconocí enseguida, perecía mentira pero no había cambiado casi nada… Me acerqué a saludarlo y él al verme me dijo ¿Montoyita?... Eres Adela!… Le di un abrazo, me preguntó por toda mi familia. Me emocionó verle y que me recordara después de tanto tiempo. Cómo podía acordarse? Me preguntó si había seguido bailando, le dije que por supuesto, en todos los sitios en donde he vivido; en Sevilla, en Madrid, en Caracas, en Irán, en Egipto, en todos lados… me sonrió y me dijo, has ido sevillaneando, eh?... pues si Enrique, eso he hecho, y me ha gustado hacerlo siempre que he podido…
Al despedirnos me dijo, Adelilla, no dejes de bailar, eres de las niñas que recuerdo, que supo sacar ese “Duende” andaluz que llevamos dentro…
Y es cierto, lo llevo dentro, aunque ya no baile como antes… pero lo siento dentro, bailando por mí…
......
Hoy, navegando por Internet, he encontrado un blog muy especial: FLAMENCO EN LA AZOTEA. Me he encontrado con la biografía de mi profesor de baile, Enrique el cojo. Os la traigo aquí, porque es muy interesante.
cpaflamenco.blogspot.com.es/2014/11/os-presentamos-enrique-el-cojo.html?showComment=1461915770405
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Adela, la sevillana said: