- Vale, no digas más. Te entiendo
Siempre le conmovía esa voz de niña, proviniendo de una boca tan inequívocamente de mujer. Intentó adivinar sus sentimientos pero ella no le miraba. Sus ojos estaban fijos en la mesa, donde el café se enfriaba y sus guantes se encogían entre las tazas.
- No me engañas, verdad?- Insistió él
Y ella levantó los ojos para clavarlos directamente en los suyos; nublados por algo que no era tristeza; empañados no por lágrimas, si no por algo muy parecido a la decepción más absoluta, a la desilusión más profunda.
- No, no te engaño. Si hay algo de lo que puedes estar seguro es que nunca te he engañado. Te entiendo tan meridianamente, que creo que no hay nada más que decir. Respeto tu decisión…
- Pero estás enfadada
Sonrió ella ante la obviedad.
- Sí, estoy enfadada, pero conmigo porque siempre supe y nunca quise darme cuenta. Porque nunca debí relajarme, porque la baraja estaba marcada desde el principio y aun así, aposté pensado que cualquier ganancia por pequeña que fuera sería suficiente. Bueno, pues es cierto que he ganado. Y es cierto que he perdido. Y me enfada no saber conformarme
Él la escuchaba sin apenas respirar. Quizá me odia, quizá me odia tanto que nunca vuelva a encontrarla de nuevo.
Como si adivinase sus pensamientos, ella prosiguió:
- No te odio, no te reprocho, no te exijo. Me has dado momentos de completa felicidad en un mundo absurdo, lleno de dolor, plagado de enemigos. Me has regalado latidos atronadores cuando creía que mi corazón estaba muerto. Me has hecho soñar y sentir y sufrir. He vivido cada segundo, cada diferencia, cada ausencia, cada palabra y cada beso. No te odio…
Se le rompió la voz y él no supo qué decir: qué podía decir que ella no hubiera dicho ya.
Se levantó de repente.
Siempre le conmovía esa voz de niña, proviniendo de una boca tan inequívocamente de mujer. Intentó adivinar sus sentimientos pero ella no le miraba. Sus ojos estaban fijos en la mesa, donde el café se enfriaba y sus guantes se encogían entre las tazas.
- No me engañas, verdad?- Insistió él
Y ella levantó los ojos para clavarlos directamente en los suyos; nublados por algo que no era tristeza; empañados no por lágrimas, si no por algo muy parecido a la decepción más absoluta, a la desilusión más profunda.
- No, no te engaño. Si hay algo de lo que puedes estar seguro es que nunca te he engañado. Te entiendo tan meridianamente, que creo que no hay nada más que decir. Respeto tu decisión…
- Pero estás enfadada
Sonrió ella ante la obviedad.
- Sí, estoy enfadada, pero conmigo porque siempre supe y nunca quise darme cuenta. Porque nunca debí relajarme, porque la baraja estaba marcada desde el principio y aun así, aposté pensado que cualquier ganancia por pequeña que fuera sería suficiente. Bueno, pues es cierto que he ganado. Y es cierto que he perdido. Y me enfada no saber conformarme
Él la escuchaba sin apenas respirar. Quizá me odia, quizá me odia tanto que nunca vuelva a encontrarla de nuevo.
Como si adivinase sus pensamientos, ella prosiguió:
- No te odio, no te reprocho, no te exijo. Me has dado momentos de completa felicidad en un mundo absurdo, lleno de dolor, plagado de enemigos. Me has regalado latidos atronadores cuando creía que mi corazón estaba muerto. Me has hecho soñar y sentir y sufrir. He vivido cada segundo, cada diferencia, cada ausencia, cada palabra y cada beso. No te odio…
Se le rompió la voz y él no supo qué decir: qué podía decir que ella no hubiera dicho ya.
Se levantó de repente.
La vio ponerse su abrigo negro, vio con infinita ternura su gesto al colocarse el cabello por encima del cuello de corte militar, la vio alcanzando el bolso negro lleno de trastos, la vio cogiendo sus guantes negros de tamaño diminuto. Y la vio marcharse sin decir adiós.
En la puerta, la recibió el último rayo del sol de la tarde, intensamente rojo sobre su pelo rojo, iluminando su cara pálida con el resplandor del ocaso entre las nubes, negras, tan negras. Y allí se detuvo, le miró y sonreía
La última imagen de ella, tenía marcada a fuego su sonrisa, roja sobre blanco; el fulgor de su pelo, rojo sobre negro. Su adiós invisible sobre la luz roja y cegadora.
Y él pensó:
- Que así sea.
En la puerta, la recibió el último rayo del sol de la tarde, intensamente rojo sobre su pelo rojo, iluminando su cara pálida con el resplandor del ocaso entre las nubes, negras, tan negras. Y allí se detuvo, le miró y sonreía
La última imagen de ella, tenía marcada a fuego su sonrisa, roja sobre blanco; el fulgor de su pelo, rojo sobre negro. Su adiós invisible sobre la luz roja y cegadora.
Y él pensó:
- Que así sea.
Ojalá que este martes no se convierta en el monstruo inclemente que sabe ser...
Buenos días a todos.
3 comments
Exiliada said:
La canción elegida, que a ti te parece forzada, es en realidad parte de la línea argumental, ya que si en ella el cantante cuenta su vida desde su infancia, del mismo modo el protagonista de mi texto, al terminar su relación, recuerda su vida junto a esa mujer que, sin odiarle, se va.
Y ambos, de alguna manera, aceptan el destino, diciendo "Amen.. que así sea"
Quizá suena confuso, pero para mí la "liaison" está clara.
Gracias por visitar, por comentar y porque sí.
Un beso.
Exiliada said:
Me alegro mucho de que te haya gustado.
Gracias.
Un beso enoooorme.
(Y cuida con el exceso de azúcar :-D)
Exiliada said:
Yo llevo escribiendo desde hace años y nunca, nunca se acaba de aprender ni de mejorar. Pero no sólo en redacción y ortografía (me ha encantado eso de "horrografía" :-D); sino también en estilos, enfoques, formas de contar las cosas.
Soy consciente de que sólo soy prosista. Buena, mala, regular, mediocre, espantosa.. pero prosista. Y me gusta leer poesía. Envidio y admiro a quien la escribe.
Y sé que soy incapaz de otra cosa que no sea escogerla, leerla, apreciarla, admirarla y morirme de envidia .
Un gran abrazo, Antonio.
Y una vez más: gracias.