Abrí el libro de la Biblia y no sabía por donde empezar para verle reir. Estaba tumbado y su mirada se perdía en el infinito, allí en un mundo desconocido. No lloraba, no reia, no decía nada porque todo lo que tenía que decir con su expresión estaba ya escrito y hablado. Mientras seguía con el libro en la mano y las paginas flotaban por el intercambio de sútiles movimientos, y las yemas humedas de mis dedos de la mano derecha, por la saliva, seguían ignorando su corazón.
No sentía, solo padecía, habría pintado un cuadro de colores, como cuando era cría, en parbulitos con ese olor peculiar de la plastilina, invadiendo mis sueños.
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